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1 enero. María, Madre de Dios

María está tan unida a Jesús porque él le ha dado el conocimiento del corazón, el conocimiento de la fe, alimentada por la experiencia materna y el vínculo íntimo con su Hijo. La Santísima Virgen es la mujer de fe que dejó entrar a Dios en su corazón, en sus proyectos; es la creyente capaz de percibir en el don del Hijo el advenimiento de la «plenitud de los tiempos» (Ga 4,4), en el que Dios, eligiendo la vía humilde de la existencia humana, entró personalmente en el surco de la historia de la salvación. Por eso no se puede entender a Jesús sin su Madre.

Cristo y la Iglesia son igualmente inseparables, porque la Iglesia y María están siempre unidas y éste es precisamente el misterio de la mujer en la comunidad eclesial, y no se puede entender la salvación realizada por Jesús sin considerar la maternidad de la Iglesia. Separar a Jesús de la Iglesia sería introducir una «dicotomía absurda», como escribió el beato Pablo VI (cf. EN 16). No se puede «amar a Cristo pero sin la Iglesia, escuchar a Cristo pero no a la Iglesia, estar en Cristo pero al margen de la Iglesia» (ibíd.). En efecto, la Iglesia, la gran familia de Dios, es la que nos lleva a Cristo. Nuestra fe no es una idea abstracta o una filosofía, sino la relación vital y plena con una persona: Jesucristo, el Hijo único de Dios que se hizo hombre, murió y resucitó para salvarnos y vive entre nosotros. ¿Dónde lo podemos encontrar? Lo encontramos en la Iglesia, en nuestra Santa Madre Iglesia Jerárquica. Es la Iglesia la que dice hoy: «Este es el Cordero de Dios»; es la Iglesia quien lo anuncia; es en la Iglesia donde Jesús sigue haciendo sus gestos de gracia que son los sacramentos.

Esta acción y la misión de la Iglesia expresa su maternidad. Ella es como una madre que custodia a Jesús con ternura y lo da a todos con alegría y generosidad. Ninguna manifestación de Cristo, ni siquiera la más mística, puede separarse de la carne y la sangre de la Iglesia, de la concreción histórica del Cuerpo de Cristo. Sin la Iglesia, Jesucristo queda reducido a una idea, una moral, un sentimiento. Sin la Iglesia, nuestra relación con Cristo estaría a merced de nuestra imaginación, de nuestras interpretaciones, de nuestro estado de ánimo.

Jesucristo es la bendición para todo hombre y para toda la humanidad. La Iglesia, al darnos a Jesús, nos da la plenitud de la bendición del Señor. Esta es precisamente la misión del Pueblo de Dios: irradiar sobre todos los pueblos la bendición de Dios encarnada en Jesucristo. Y María, la primera y perfecta discípula de Jesús, la primera y perfecta creyente, modelo de la Iglesia en camino, es la que abre esta vía de la maternidad de la Iglesia y sostiene siempre su misión materna dirigida a todos los hombres. Su testimonio materno y discreto camina con la Iglesia desde el principio. Ella, la Madre de Dios, es también Madre de la Iglesia y, a través de la Iglesia, es Madre de todos los hombres y de todos los pueblos.

(De la homilía del papa Francisco en la celebración eucarística de esta solemnidad en 2015)

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